Este relato es fantasía. Se aparta un poco de la temática padre-hijo, pero incluye igualmente sexo intergeneracional.
Dura como una piedra, así es la pija de Alberto. Me entra, interminablemente, repetidamente, una y otra vez. Descarga su semen en el látex que lo separa sutilmente de mi culo, abierto a su órgano, receptor, atento, hospitalario, predispuesto.
Siempre lo atendí a Alberto. Yo trabajaba en la administración de la escuela donde él daba clases. Yo era un joven empleado, con experiencia en hacer gozar a hombres más grandes. Él era un consagrado docente, panzón, autoridad, poderoso, querido por todos. Y se le iba todo cuando veía a un chico como yo, joven, abierto, dispuesto a abrirse como una flor para él.
Y yo lo sabía. Y pasaban los meses, y se creaba la confianza, y empezaban los chistes, los dobles sentidos, las miradas, los apretones de mano innecesarios.
Y un comentario, luego un mail, un número de teléfono, un encuentro, un café...
Alberto pesa casi 40 kilos más que yo, es grande, me rodea, puede aplastarme. Y por eso enloquecí de placer y deliré cosas inenarrables cuando me sodomizó por vez primera, acostándose arriba mío, abarcándome con sus brazos y piernas, respirando en mi oído su respiración ya veterana pero aún vital, tapándome la boca, impidiéndome todo menos adorarlo en completa sumisión.
-Todo vos, Alberto, todo vos, hacé todo, ocupate de todo, soy todo tuyo, tuyo, sí, cogeme, haceme todo- jadeaba yo, lamiendo sus dedos que se me introducían como todo él.
-Sí, Jorge, sí, sos todo mío, cómo disfruto, putito, te voy a coger seis veces seguidas- reponía él.
Nunca llegó a seis veces. Pero la mayoría de las veces hizo doblete, y hasta se animó a tres veces seguidas. Para un cincuentón, nada mal.
Amaba más las sábanas de la cama de Alberto que cualquier otra cosa en el mundo. Cuando Alberto entraba en mí, el mundo adquiría sentido, todo era perfecto. El complemento perfecto de la experiencia activa que da y entra, y de la juventud enérgica que se doma y recibe. Había algo de rito tribal en coger con Alberto.
Alberto era solo activo. Su culo se podía agarrar durante el coito, nada más. No me importaba. Mi voluntad penetradora bien podía quedarse callada al recibir el topetazo de Alberto, sentir su llamada desde adentro, ser masajeada mi próstata y mi espíritu por su órgano seductor, ahíto ya de darme tanto semen y alegría.
Hubiera adelgazado aún más por Alberto, hubiera hecho cualquier cosa que me pidiera con tal de seguir teniéndolo adentro mío, arriba, abajo, de costado, rodeando mi cuerpo y mi mundo con la potencia infalible de su mágica pija.
Son las cuatro de la tarde de un sábado, y Alberto me está dando matraca, como siempre. Me lo hizo a las dos de la tarde, me lo hace a las cuatro, y de seguro cinco y media me lo hará de nuevo. Nos juntamos a almorzar en un restaurant. Es un caballero perfecto, invita a comer cuando puede. Alberto es el mejor amante que jamás haya habido.
Pero alguien sabe, y nosotros no lo sabemos. La indiscreción, el comentario, la infidencia, el rumor, empezaron a recorrer la escuela. Si no hubiéramos estado tan ocupados gimiendo nuestra lujuria, podríamos haber advertido el sotto voce que se formaba. Pero yo solo tenía ojos para su bragueta, y él para mi culo.
Alguien nos siguió, un día, y comprobó que yo, modesto empleado, pasaba toda una tarde en el acomodado departamento del ilustre profesor. Cundió la noticia, confirmando lo que ya era una creencia.
Y alguien decidió hablar con mis padres, aunque yo ya era independiente. Una moralina envidiosa invadió el pueblo, y sus luminosas calles se oscurecieron con el resentimiento por nuestro placer.
A las cuatro de la tarde del sábado, todos duermen, menos las cigarras y Alberto y yo, imparables en este frenesí fornicador. Hago filosofía barata acerca de lo que es estar preparado para alguien en la vida, nacer con el culo justo para la pija de alguien. Alberto me corta de mi éxtasis filosófico y babeante, acelera el paso, se mueve más rápido, yo me toco, él acaba con un alarido en mi oreja, yo ahogo el mío en la almohada, ambos acabamos y tenemos un orgasmo ultra potente, como siempre.
-Que ojete que tenés, nene, cómo me hacés gozar. En cinco te cojo de vuelta, bombón- musita Alberto, entre tierno y lascivo.
Serán sus últimas palabras hacia mí. Una persona, dos personas, cinco personas, diez, personas, veinte personas golpean la puerta. Alberto a duras penas puede salir de mí, para ya nunca más volver a entrar. Ni él ni yo logramos salir de la habitación, mucho menos vestirnos.
Las manos en la masa, las manos en las antorchas, las manos en las piedras. La puerta es derribada sin permiso ni autorización, la turba entra iracunda en la casa, va como de memoria a la habitación, nos encuentran, estamos desnudos, hay dos preservativos usados, se adivina cierto placer en nuestra expresión, totalmente demudada por el miedo.
Me agarran, me llevan. Grito y peleo inútilmente, alguien intenta vestirme a la fuerza. Todo es confusión y golpe. Percibo colegas, alumnos, docentes, autoridades, vecinos, comerciantes, hasta turistas.
Y veo a mis dos padres. Él mirando a Alberto con un odio inconmensurable, rechinando los dientes. Percibo el celo, la envidia. Él hubiera querido, pero Alberto fue mejor, más rápido y más valiente. Odio a mi papá más que a nadie en este momento.
Mi mamá también está enojada, Pero lo suyo es un enojo general, inespecífico. Tiene un extraño pañuelo azul en la cabeza. Me mira, me sujeta, y adivino cierto miedo en sus facciones. Se ha dado cuenta demasiado tarde de lo que se desencadenó.
Alberto grita, como no lo había oído gritar en otro momento que no fuera su regia follada a mi culo. Llego a sentir celos de que estos salvajes le generen lo mismo que yo.
Me sacan de la casa, sujetándome entre varios. En medio de la gritería general, oigo una súplica, y después el ruido de vidrios rotos. Y luego, piedras y cascotazos, impactando contra muebles, vajillas, y ya, finalmente, contra un cuerpo humano.
Pego un alarido de dolor tribal, me debilito. Logran meterme en un auto, mi mamá se sienta a mi lado. Echo una última mirada a nuestro nido de lujuria, llego a ver la sangre que se escurre por la puerta, las caras estupefactas de los asesinos, alguien llamando a alguien desde un celular.
Me desmayo cuando el coche arranca, llevándome lejos, quién sabe hacia dónde.