Es miércoles a la noche. Mi padre y yo nos encontramos cenando en un restaurant étnico. Pero, a diferencia de nuestras habituales cenas, que siempre son preludio de
algo más, esta no es festiva. Un ambiente apesadumbrado nos acompaña.
Y es que hace dos días ha fallecido mi abuelo. Una muerte tranquila, sin sufrimiento. Pero se ha ido. Y ahora estamos reunidos, no para celebrar la vida como siempre hacemos,
a nuestra manera, sino para honrar la muerte. La muerte de alguien que, en vida, fue intachable. Y que siempre fue ajeno, totalmente, a las guarradas que hacían su hijo y su nieto, que mancillaban casi a diario su apellido, cruzándolo de manera impropia. Mi abuelo era la última reserva de moralidad que quedaba, y así lo despedimos, sabiendo que no hemos podido, mi padre el primero, conservar esa moralidad.
Y así, mientras lo recordamos y mi padre me lleva a una heladería, me dice que, unas pocas semanas después, tiene previsto ir a un espectáculo con dos amigos suyos, y que si no lo quiero acompañar. Sistemáticamente digo que no a esos planes, temo aburrirme. Pero esta vez su dolor no me lo permite, y accedo. Agendo la fecha, un sábado a la noche.
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Llega el dichoso sábado. Voy a la casa de mi padre, para que nos recojan en el auto. Finalmente llegan. Bajamos, entramos en el auto. Los amigos -me entero ahora- son en realidad una pareja: Santiago y Luis. Tienen la edad de mi padre. A Santiago lo recuerdo de mi infancia, alguna que otra vez lo he visto en una plaza. Es, desde tiempos inmemoriales,
el amigo homosexual de mi padre, una figura casi mítica, borrada entre recuerdos neblinosos. A Luis no lo conozco.
Percibo enseguida una dinámica establecida en esa pareja. Luis maneja el auto, que parece ser suyo -un auto rojo, relativamente poco discreto- pero en realidad quien manda es Santiago. Con voz grave, da indicaciones, valora y desvaloriza las maniobras de Luis, habla por él, lo reta incluso. Luis acepta con su voz aguda, como si ese fuera su papel, manejar para disfrute de Santiago.
Santiago y mi padre hablan fluidamente entre sí. Su amistad de años se patentiza en el diálogo que tienen, son los protagonistas de la noche. Luis acota esporádicamente algo, yo permanezco casi en silencio. Me dedico a estudiar a Luis, sentado adelante mío. Pienso que no es casual ese régimen de equivalencias. De un lado del auto, los amigos masculinos que hablan entre sí y nos llevan a un lugar; del otro, quienes manejamos y somos guiados sin aportar mucho. No me cuesta mucho extender la equivalencia a los papeles en la cama. Sonrío; a lo mejor el resto del mundo sí es normal y no tiene las obsesiones que tengo yo.
No obstante, Luis me sigue dando coincidencias. Descubro que trabaja de aquello para lo que estoy estudiando. Interrumpo entonces de manera sorpresiva el diálogo de los machos alfa, y empiezo a hacerle preguntas sobre su trabajo. Dejo claro que yo también soy alguien y puedo hacer mi propio juego. Luis agradece, creo, en un punto, que me interese genuinamente por él. No debe ser fácil salir con alguien como Santiago.
En esas lides estamos cuando llegamos al teatro. Es un teatro popular en un barrio desfavorecido de la ciudad. El espectáculo, supuestamente, es innovador. Pedimos algo y nos sentamos en una mesa a esperar que den sala. Siento que nos vemos extraños entre la gente. Por empezar, somos el único grupo solo masculino. Por seguir, es extraño el hecho de que sean tres hombres casi mayores y un joven. Y por último, no quedan claros los vínculos entre nosotros. Luis es muy notorio en sus formas, pero es imposible deducir algo más. Puede ser pareja de cualquiera. ¿Y yo
qué pitos toco allí? Bueno, yo sé la respuesta a esa pregunta, pero el público presente no lo puede ni imaginar siquiera. La rareza de nuestro grupo permanece como un halo a nuestro alrededor.
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El espectáculo estuvo bien sin exagerar. Salimos del teatro y nos metemos en el auto rojo. Es una noche muy húmeda de primavera. Los tres mayores proponen ir a comer, así que hacia allí maneja Luis. Nos bajamos en un bodegón de los de antes y entramos. Pedimos carnes y pastas, pero sorprendentemente ninguno de los tres quiere tomar alcohol. Tampoco piden postres, argumentando la necesidad de bajar de peso. Me río en voz baja; desde aquella primera tarde en que todo empezó, mi padre mostró y se hizo acariciar sin pudor su panza con kilos de más. Es incluso la diferencia de peso lo que más nos pone a veces, cuando él se apoya sobre mí y me aplasta contra el colchón, y ambos sabemos que así debe ser, el padre pesa más y aplasta protegiendo al hijo que pesa menos. Sin embargo, aquí está, montando un numerito para una pareja que probablemente haga lo mismo en su cama. Cosas de viejos, pienso.
Los tres mayores se dividen la cuenta entre sí, pagan y salimos. Volvemos a entrar al auto. Luis arranca y enfila directo hacia la casa de mi padre. Me sorprende que asuma que yo me quedo allí cuando, por mi edad, es obvio que no vivo con él. No digo nada. No sé cuál es nuestra situación. Santiago es solamente
un amigo gay de mi padre, pero eso no significa que esté al tanto del particular
sexo gay que practicamos mi padre y yo.
La conversación discurre igual que las calles iluminadas. Pienso con cierto fastidio que fue una noche aburrida, casi como sacar a pasear a tres abuelos. Hasta que Luis pregunta:
-¿Los dejo juntos en la casa, no?
Miro con cierta sorpresa a mi padre. Sin inmutarse, él responde.
-Sí, sí, claro.
Luis sonríe aprobadoramente. Santiago rellena con frases hechas el extraño silencio que se ha generado.
Luis me mira por el espejo retrovisor y me habla directamente.
-Me encanta la relación que tienen con tu papá. Se los ve tan unidos. Es realmente hermoso verlos juntos.
Sonrío incómodo, y mi papá hace algo totalmente impensado: me agarra una mano y responde.
-Estamos unidos, no cabe duda.
Miro asustado. La conversación está tomando un cariz inesperado. Se supone que lo nuestro es secreto. ¿De dónde sale tanta confianza?
Los tres mayores me miran, adivinando mi inquietud. Sonríen casi compasivos. Así que es esto, lo saben. Mi padre les ha contado, vaya a saberse con qué nivel de detalles, todo lo que hacemos. No sé si enojarme o reírme. Me reclino hacia atrás en el asiento. Mi padre no me suelta la mano y ahora se acerca un poco más.
-Ningún juicio, querido. Lo que hacen con tu papá es un acto hermoso, de amor del más puro. Comparten los dos vínculos más fuertes que unen a dos hombres: la paternidad y el sexo. Ustedes son como ángeles- dice Luis.
Decido creerle. Siento que Luis me entiende. De pronto, me siento seguro en este auto, como si no hubiera un afuera. La bruma nocturna se espesa más y más en torno del auto, se borra el mundo exterior, solo estamos nosotros cuatro. Siento un beso en la boca, es mi papá que me besa. Sonrío y le agarro las manos. Sí, que nos lleven a su casa, pronto. Queremos volver a celebrar la vida.
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Para mi sorpresa, cuando llegamos, Luis y Santiago se bajan del auto con nosotros. Mi padre los invita a tomar un café. Particularmente estoy impaciente por coger con mi padre, pero siento que es lo mínimo que les debemos, así que no digo nada. Preparamos un café y se los servimos.
La conversación continúa pero esta vez no da muchas vueltas. Luis y Santiago se besan de pronto. Antes que reaccione, mi padre me besa a mí. Las dos parejas de pronto se están besando sobre los sillones. Luis le saca la remera a Santiago. Esto me parece un poco mucho. Una cosa es un beso, pero, ¿vamos a tener sexo así, unos frente a otros?
Al parecer, sí. Mi padre empieza a manosearme ya sin recato. Nos desvestimos un poco. Luis y Santiago ya están en calzoncillos. Mi padre indica, con unas pocas palabras, el rumbo de su habitación. Hacia allí vamos los cuatro.
Ingresamos en el dormitorio, esa misma alcoba que desde hace ya muchos años aloja nuestra historia. Desde aquella tarde de verano donde mi padre me pidió el favor de que lo masturbara, pasando por la tarde de otoño donde se la chupé por primera vez, hasta la noche de invierno donde, finalmente, me penetró. Cómo costó, cómo dolió esa noche, cómo lloré y grité mientras él, impasible, me iba abriendo y se iba adentrando en mi cuerpo hasta hacer tope, hasta mostrarme, al final del túnel, la luz, el placer de la entrega después del dolor, la resurrección luego del sacrificio, la completa abertura que un cuerpo puede tener hacia su creador.
Sí, Luis tenía razón: lo que hacemos con mi padre es hermoso y mágico. Y ahora vamos a compartir esa magia con ellos.
Santiago y Luis se encuentran entregados a un 69 que ocupa buena parte de la cama. Por eso, yo me siento en el borde que queda y se la chupo a mi papá, que se queda parado afuera. Como la primera vez que lo hice, solo que esta vez él no se mueve y deja que yo tome la iniciativa. Le hago un buen servicio, como corresponde. Recorro con la lengua su glande, que ya conozco de memoria, y después me meto todo su falo en la boca. Abrazo con los labios el tronco de su pene, creador mío primero y de tanta felicidad después. Lo engullo hasta la garganta, y con la lengua lamo sus bolas, productoras de ese semen tan especial que hace años hago entrar en erupción a través de su mágica pija. Siento orgullo de tener testigos a quienes mostrarles el amor que profeso a mi papá, y él seguramente se siente orgulloso de poder exhibir qué bien me educó.
Claro que nuestros testigos no nos prestan mucha atención, abstraídos en su propio juego. Santiago y Luis gimen, el primero con un vozarrón grave, el segundo plañideramente con voz aguda. Se dan placer mutuamente, hasta que Santiago toma la iniciativa, abandona el pene de Luis, largo y fino, y se pone a chuparle el culo. Luis hace un esfuerzo para seguir complaciendo al pene de Santiago, que, como ya deduje al principio de esta alocada noche, está acostumbrado a penetrar el culo de Luis.
Mi padre me saca la pija de la boca, se agacha hasta mi nivel, me besa desaforadamente, me acuesta en la parte libre de la cama y se tiende encima mío. Lo abrazo fuerte, me besa en el cuello y el pecho mientras yo lo estrecho contra mí, como si se fuera a escapar. Pero no hay cuidado: lejos de irse, lo que va a hacer es entrar en mí.
Con cuidado para no chocar con la otra pareja, me da vuelta e imita a Santiago. Me chupa el orto excavándome con su lengua. Luis y yo gemimos mientras nuestros machos nos preparan para gozar. Aprovecho y miro un poco los cuerpos de Luis y Santiago. Luis es alto y flaco, pelado, tiene lindos ojos verdes, no mucho vello en el cuerpo. Santiago es grueso, canoso, lampiño en pecho. Su pija es más bien ancha y tiene grandes huevos colgantes. Se nota que tiene ya una vida encima, pero la pija le responde a la perfección, como la de mi padre.
-Es lindo verlos- digo de pronto en voz alta. Luis me mira emocionado, le sonrío.
Ignoro si esto estaba orquestado de antemano, pero en cualquier caso, quien lo hizo posible fue Luis. Siento una gratitud beatífica mientras mi padre sigue trabajando mi culo con su lengua.
Santiago definitivamente no es un sentimental. Toma las caderas de Luis y lo hace ponerse en cuatro patas. Mecánicamente lo imito y me pongo a su lado. Mi padre sale de su abstracción y comprende que ha llegado el momento. Toma dos preservativos de la mesa de luz, le alcanza uno a Santiago, y ambos se lo ponen en cuestión de segundos. Unta lubricante sobre su pija tiesa, y le pasa el frasco a Santiago que hace lo propio. Ambos se arrodillan sobre la cama y se colocan detrás nuestro.
Luis y yo sabemos mejor que nadie lo que va a pasar. Esa magia de abrirnos para el hombre que nos conoce, alojarlo en nuestro cuerpo, ser hospitalarios, darle placer, permitirle saciarse en nosotros, recibir lo que nos quiera dar. Inspiramos hondo, dilatamos, nos preparamos.
Y ellos arrancan. Mi padre apoya la punta contra mi ano, y empieza a empujar. Va entrando de a poco, desgarrando otra vez mi carne ya acostumbrada a esta operación. Lo acompaño con la respiración, me abro lo más posible para franquearle el paso, trato de relajarme para que me llene totalmente.
Al lado mío, Luis recibe también a su macho. A diferencia de mi padre, que es más gradual, Santiago da pequeñas estocadas en la que avanza unos centímetros dentro de Luis, quien gime, se acostumbra y luego vuelve a abrirse para otro avance. Es increíble como cada pareja construye su propio método.
Mi padre hace tope, yo gimo incontrolable, y empieza a bombear. Lo propio hace Santiago. Me quedo en cuatro patas, apoyado sobre las rodillas y las manos, abierto a la perforadora con la que mi padre me taladra. Luis gime casi afeminado, yo le hago coro con una voz un poco más grave.
Y de pronto, siento la necesidad. No es algo sexual, no me interesa ese tipo de acercamiento. Es más bien la solidaridad de compartir una experiencia, una forma de ser; la necesidad de agradecer. Tomo la mano de Luis con la mía, la estrecho. Él me corresponde. Agarrados de la mano nos apoyamos en esto que estamos sintiendo, en lo que nos hacen. Vamos a compartir juntos esta experiencia, vamos a transmitirnos lo que sentimos, vamos a comunicarnos las sensaciones del taladro de nuestros hombres.
Los dos activos nos miran sorprendidos, cruzan miradas por un microsegundo en el que deciden que esto no cambia lo que están haciendo. En la intimidad que forman nuestros cuatro cuerpos, percibo que descartan la idea de tocarse entre sí. Ellos están para fornicar, no para amanerarse como quienes estamos recibiendo. Creo que la idea les gusta, y en cierto punto hasta los anima.
Y es así porque mi padre y Santiago aceleran las embestidas, que se vuelven fuertes. Luis y yo nos estrechamos cada vez más la mano, y gemimos ya sin control. Amortiguamos en nuestro interior todo el peso y la fuerza de nuestros hombres que se afanan por demostrarnos todo lo que pueden hacer con nuestros cuerpos. Santiago comienza a dar estocadas abruptas y mi padre lo imita. Ambos pasivos, ya totalmente abiertos, aguantamos mientras nos sujetamos cada vez más fuerte las manos. En determinado momento, yo recuerdo que estamos en un edificio de departamentos, así que hundo mi cara en la almohada para ahogar allí mis gritos. Luis comprende el código, seguramente está acostumbrado también, y hace lo propio. Así, mordemos la almohada amortiguando allí los gritos, dejando oír un suave gemido que les permita a nuestros amantes conocer el efecto de lo que nos causan, pero sin hacer ruido que pueda alertar a los vecinos. Luis y yo sabemos que esa es nuestra obligación también: saber callar y hacer silencio para que nada moleste ni ponga en peligro a nuestros machos.
De común acuerdo, mi padre y Santiago nos tienden boca abajo en la cama y se dejan caer encima nuestro, aplastándonos contra el colchón. Reanudan el bombeo con la misma energía de antes, mientras Luis y yo intentamos respirar bajo el peso de ambos hombres. Santiago en particular es creativo, y apoya su codo sobre la nuca de Luis, aplastándolo aún más contra la almohada. Mi padre no es tan brusco: opta por amordazarme con su calzoncillo. Giro la cabeza para ver la cara de Luis, totalmente subyugado a lo que le hace Santiago. Veo una mirada extasiada, delirante, abnegada. Imagino que él ve lo mismo en mi cara. Le aprieto aún más fuerte la mano, quiero transmitirle la magia de la que él habló antes: la de estar abierto como una gruta a la penetrante pija de mi papá. Y que él me transmita lo mismo con su novio. Dos clases de amor distintas, que sin embargo coinciden en un mismo acto. Una misa de cuatro feligreses, donde dos nos imparten la doctrina y otros dos la recibimos.
Siento una trepidación en mi interior, y mi padre se derrumba aún más encima mío, dejándome totalmente cubierto. Grita su orgasmo contra la almohada mientras yo siento la erupción de su pija bombeándome aún más la cavidad rectal. Le regalo a Luis una mirada de éxtasis pleno, quiero que recuerde para siempre mi cara al recibir, una vez más, un orgasmo de mi padre. Sus extasiados ojos verdes me miran registrando el momento más sagrado de la vida en este planeta: el de un hijo en perfecta comunión con su padre.
Y ahora le toca a él. Santiago hace unos bombeos realmente fuertes y acaba dando un potente alarido en el oído de Luis, que estrecha mi mano con toda la fuerza de la que es capaz. Santiago vacía todo el contenido de sus tremendas bolas en el culo de Luis, regando el preservativo como si fuera una fértil llanura, mientras ambos resoplan tratando de recuperar el aliento.
Los cuatro nos quedamos unos instantes así, hasta que los dos activos deciden abandonar nuestros cuerpos. Se retiran con parsimonia, se sacan velozmente los preservativos cargados de esperma, y se limpian con una servilletas. Luis y yo nos damos vuelta y los miramos hacer, agradecidos por todo lo que nos han hecho. Nos sentimos orgullosos de generar ese efecto en ellos, cada orgasmo suyo es un triunfo nuestro que compensa el esfuerzo de abrirnos para ellos.
Eventualmente, Santiago comienza a vestirse e informa que es tarde y deben irse. Luis se levanta de la cama, y, pícaro, me pregunta:
-¿No te vas a ir de la casa de tu papá a esta hora, no?
Los cuatro nos reímos. Mi padre me besa, me acaricia la cabeza, y dice:
-En absoluto. Mi muchachito tiene que estar protegido, y eso solo pasa cuando su papá está encima suyo.
Nos volvemos a reír.
-Manejen con cuidado- les digo a Luis y Santiago.
-Tranquilo, este con tal de recibir otra garchada es Fangio- dice sobrador Santiago.
Nos reímos una última vez. La pareja termina de vestirse y mi padre baja a abrirles la puerta. Yo me quedo retozando en la cama y me dispongo a dormir, una vez más como desde hace ya varios años, abrazado a mi padre.